A LAS ONCE
A las 9:30 p.m. llegó. La “sala” del bar apenas tenía tres pares de personas, lo que permitía una sensación de amplitud diferente a la normal, ya que el lugar era bien concurrido, probablemente por la fama de su ambiente especial para parejas. Eso le sirvió para elegir una mesita desde donde se podía ver claramente la entrada en forma de túnel, y observar las actitudes de las mujeres solas que recién entraran al lugar.
La curiosidad de su cita a ciegas lo tenía tan nervioso, que casi no se decide por una bebida cuando el mesero se le presentó y le mostró la carta. Cocteles, licores, cafés y limonadas; no sabía qué pedir… a verrrrr… sí, la “bomba atómica”, el coctel de la casa estaría bien.
Mientras esperaba, repasaba la lista de datos que le servirían para identificar a su rubia: lucirá una flor, tendrá un anillo en la mano izquierda, pedirá uno de los cocteles “para el amor”, se sentará en la barra, etc. Él le había asegurado que sabría distinguirla entre todas, no sólo por estos distintivos, sino porque reconocería su voz, tantas veces escuchada a través del auricular del teléfono. Su cita a ciegas había sido pactada gracias a una llamada perdida a su celular que devolvió, para encontrar una voz inigualable, llena de timidez pero de mucha curiosidad. Sentía que amaba a esa mujer sin haberla tocado nunca, sin verla.
Las 9:45 p.m. ya pronto sería el momento y su “bomba” no lograba estallar, ya que los nervios seguían en pie. Le pidió al mesero que renovara la bebida, pero que esta vez no le agregara el toque de limón, porque el estómago le empezaba a arder.
Mientras atendían su orden, caminó unos diez pasos hacia la entrada, el túnel estaba custodiado por el mismísimo “King Kong”, un guarda de seguridad que desde hacía unos dos años ahuyentaba a cuanto curioso de bajo perfil quisiera entrar, ya que el lugar era exclusivo para socios. La membresía constaba de un pasaporte que debía contener el sello de visita a todas las zonas del bar: la “sala” (un área social donde sólo había sillas dispuestas en forma de cuadro, con un espacio libre de unos tres por tres metros en el centro, ocupado por una mesa delgada y rectangular, donde se podía conversar con los demás miembros y jugar con ellos al dominó, cartas, caza palabras y otros juegos), el “estar” (un patio al aire libre con plantas ornamentales y mesas con sombrillas), la “habitación” (dotada de sendos sofás y mesas muy cómodas; allí la música y la luz propiciaban el romance) y el área V.I.P., reservado para aniversarios y eventos privados (todo el segundo piso, un salón de 12 metros cuadrados con sus propios bar-tender y meseros dispuestos a satisfacer todas las necesidades del cliente).
Al ubicarse en el túnel, quería saber si habría alguna chica que se presentara con invitación especial. Escuchó dos o tres conversaciones y logró enterarse que había once mujeres en la entrada, esperando que fueran las diez de la noche para ser admitidas. Ya habían sido requisadas, la autenticidad de su invitación había sido comprobada y disfrutaban de un coctel “pica-pica”, para novatas, cortesía de la casa.
Su pulso se avivó. Sabía que la mujer que esperaba estaba entre esas once. Se dirigió a la cabina y le dio las buenas noches a Gilbert, el disk-jockey de la zona “habitación” y le pidió que pusiera el tema que le haría saber a la chica que esperaba, que él ya había llegado y que la esperaba ansioso.
Enseñó su pasaporte de miembro V.I.P., le dio la propina y se dirigió a su mesero para pedirle que conservara la mesa que había reservado en la zona “habitación”. Retomó su mesa provisional, bebió dos tragos y por fin vio asomar a la primera chica, a la vez que su tema sonaba en el ambiente. Analizó su aspecto: maravilloso para su gusto. Detrás y de inmediato, otras tres mujeres, todas muy bellas. Cada una por su lado caminó por la “sala” y luego se ubicó en la barra. Estaba perplejo: entre esas cuatro se encontraba. Estaba distraído en su pensamiento, cuando en su campo visual aparecieron cinco damas más, y luego otras dos que se ubicaron en sendos lugares de la barra.
Tendía que cambiar la silla de lugar si quería empezar a analizarlas para adivinar cuál sería su rubia y, para su sorpresa, ¡todas eran rubias!. Tenían el cabello más o menos oscuro, pero el tinte o color era rubio.
Bueno, eso no era problema, la flor seguro la distinguiría. Se levantó de la mesa, atravesó el salón entre luces de colores y su tema aún sonaba. Ninguna parecía nerviosa o a la espera de un encuentro, pero se imaginaba que ella disimulaba bien su ansiedad, para no ser descubierta fácilmente, pues se lo había advertido: “…cariño, lo único que te puedo asegurar, es que verás una rubia, muy bella, de figura esbelta, luciendo una flor, un anillo y un coctel para el amor en la mano…”
Se ubicó en otro asiento de la barra, soltó su bebida y miró las veintidós manos de las chicas. Cuál no fue su sorpresa al darse cuenta que todas tenían un anillo en la mano izquierda, en diferentes dedos, pero justo en la mano izquierda.
Comenzó a sudar y su mente repasó los datos: aspecto, anillo… ¡flor, claro! Pero, ¿dónde la luciría? Ella no lo dijo.
Atravesó nuevamente el salón y se sentó en la mesa. A pesar de la distancia y la gente que empezaba a llenar el área, podía ver claramente a las once mujeres. Se tomó el tiempo para analizar… todas tenían una flor, era increíble: una, pintada en la camisa, otra, en una diadema, otra más, en una pulsera, y otra, en el pie, en forma de dije… ¡horror!
El hombre se dio cuenta que tendría una larga noche si quería sorprender a la mujer de su cita a ciegas: tendría que entablar una conversación con cada una, invitarla a un trago, verificar que estaba tomando una bebida “para el amor” y sobre todo, ¡escucharla!
El único problema, es que eran once.
Que debía acercarse
A las once.
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