miércoles, 13 de octubre de 2010

Fiesta del Libro


Algo inspirado en la Fiesta del Libro...


Eran las tres de la tarde. Ya estaba parado esperando qué me podría deparar la tarde, y corriendo con algo de suerte, la noche. Miraba el reloj, y al hacer el paneo de regreso a lo que tenía al frente, empecé a ver poco a poco su figura frente a mí. Tenía un lindo vestido verde, que le daba un aire angelical. Cuando vi su rostro, juro que algo por dentro se derritió tanto hasta hacerme tambalear, aunque ella no lo notó. Sus ojos, detrás de esos anteojos de marco café la hacían ver radiante, como cuando la sueño en frías noches.

Me saludó. Yo, escondiendo mi tartamudeo inmediato en un gesto con las manos, pude decirle “Hola”. –Qué pena por llegar tarde, no creas que soy así siempre- dijo algo apenada. Yo pensé en mis adentros que cualquier espera no importaría desde que pudiese ver sus hoyuelos resaltados entre sus rosadas mejillas. Con mis manos y mi cuerpo le hice un gesto para hacerla seguir. Ella empezó a caminar lentamente por la entrada del jardín, mientras yo, a su lado, le contaba un par de cosas de la entrada, aunque mi mirada estaba perdida profundamente en sus ojos miel, que me llevan a viajes en los que surfeamos en mil colores sobre un lápiz que va dibujándonos tomados de la mano.

Caminamos poco a poco por el Orquideorama. Pasamos uno a uno por los toldos llenos de libros, con olor a biblioteca y a recuerdo, con olor a imprenta e ilusión. Tomábamos uno a uno, le mostraba fotos de John Lennon mientras le contaba cómo era el mundo hace 45 años, cuando los computadores no invadían nuestros mundos ni éramos dependientes de un teléfono con chat. Le leí un cuento, y en su mirada perdida pude ver la inocencia de la vida, lo bello de los pequeños detalles que te hacen inmensamente feliz. Ella tomó un libro de culinaria y me mostró qué fácil era cocinar sólo con ver las imágenes de las recetas.
Salimos de ese lugar lleno de curiosos que rara vez compran algo, con un libro de cuentos en la mano, el cual yo le regalé para que cada noche leyese uno e imaginara que era yo quien se lo narraba. Entramos a una casa llena de niños, de artilugios y de colores. Llegamos a una pantalla, y ella, de repente, me abrazó con una mano, mientras que con la otra sacaba una cámara del bolso y tomó una foto. Nuestros ojos se cruzaron un par de segundos, esos segundos no estuve aquí. Un par de pasos más adelante, vi como ella se movía por un tapete donde a cada paso sonaba un instrumento. Ella saltaba de cuadro en cuadro, yo la veía brincando de nube a nube, como todo un ángel con anteojos. Su mirada curiosa y atenta a cuanta cosa se encontraba me cautivaba, me hacía feliz, ella me hacía feliz. 

Algo tenemos en común ella y yo, nos gusta el dulce. Y siempre quise jugar con algodones de azúcar, por esa razón le compré uno cuando salimos de la casa de los juegos. Le puse un poco en su nariz, y una sonrisa germinó de su rostro, que la hizo resplandecer aún más, como cuando el sol brilla temprano en la mañana. Ella tomó mi cabeza, y con sus manos endulzadas la llevo justo a su pecho, y la apretó justo en su corazón. Besó mi frente. Fue el primer beso que me dio esa tarde, pero no el último. 

La llevé al circo de la Fiesta, donde se rio como nunca antes había visto reír a un niño, y donde tomó mi mano y nunca la soltó. 

Hicimos un pic-nic en un lugar algo callado del parque. Le traje sánduche de mantequilla de maní, tal como a ella le gusta. Debo confesar que, con la edad que tiene, aún no sabe comer, o yo no sé preparar sánduches, porque sus labios y sus manos quedaron cafés en el proceso. Salí al rescate con una servilleta para limpiarle sus manos, y mientras pasaba mis dedos por su rostro noté lo suave que es su piel. No fui capaz de resistir, se me revolvió todo por dentro y le di un tierno, pero largo beso en la mejilla. Se sonrojó, pero me abrazó luego.

Nos quedamos dormidos luego de ver el cielo, de que ella me mostrara las figuras que veía en el cielo y de que yo le hablara de las estrellas, y le dijera que una de ellas era suya, que siempre iba a brillar para hacerla sonreír.

Ya era casi de noche, y en el Teatro Suramérica presenciamos un espectáculo musical. Ella nunca había escuchado esos ritmos, pero luego de un par de canciones, sintió la música y comenzó a bailar. Al final, la abracé y le canté al oído, y ella sonrió y tomó mis manos para ponerlas en su cintura, y bailar conmigo.

Ya caída la noche, nos montamos en mi carro y salimos rumbo a lo desconocido. Paramos en un garaje oscuro ubicado en una calle solitaria, al parecer la luz de la calle estaba averiada. Ella me miró con sus ojos inocentes, como si no quisiera que pasase lo que tenía que suceder. –Te quiero mucho, sabes?- dijo con los ojos encharcados. Fue inevitable no conmoverme ante su mirada, y sus palabras taladraron cada uno de mis sentidos hasta retumbar en mi corazón. –Yo también, créeme- le dije con la voz temblorosa. Nos fundimos en un abrazo que parecía no tener fin. Le entregué unos billetes que, aunque al principio se negaba a recibir, los terminó guardando en uno de los bolsillos de su chaqueta. Salí del auto y me dirigí a la puerta del copiloto. Le abrí la puerta,  le di la mano y ella descendió del auto insegura. Llegamos a la puerta. –Cuándo te volveré a ver, papi? –Espero que pronto, Juli.


#21.

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