miércoles, 31 de agosto de 2011

El bar de la Boa

En una estancia de pocas luces, ubicada en toda la periferia céntrica de la ciudad, rodeada por sillas de madera, mesas de madera, una barra, varios tipos de licor y algo más, se concibe el encuentro, la evocación a la compañía, y el sonido de la nostalgia, que emana de los tangos que se reproducen, uno tras otro, desde el fondo de la barra.

Esa estancia que llamaríamos bar, está rodeada por las curvas de una enorme boa, que se arrastra entre las paredes de ladrillo decorando el pequeño lugar. La luz es tenue, el espacio reducido y entre el sonar de la música, se extienden los murmullos de los visitantes.
De la barra, sobresale un hombre, que fielmente acude a éste lugar, solicitando como siempre, una copa de vino tinto; la cual toma sin afán, lentamente, contemplando todas sus características, observando su color, aspirando su aroma y degustando cuidadosamente su sabor; bebe un trago, y deja reposar la copa sobre la barra; al parecer, para el encargado, es grata y conocida, su compañía; sus repetidas visitas al bar lo han hecho más que un cliente, un amigo.

En el transcurso de la noche, el hombre deja la barra en una que otra ocasión, para salir a fumarse un cigarrillo; se retira de su asiento, se para bajo el marco de la puerta, e inhala y exhala pacientemente, el humo. El cigarrillo que sostiene con su mano derecha va reduciendo su tamaño, sin más, lo arroja hacia la calle, ésta misma mano la golpea contra el pantalón, en un intento por retirar de sus dedos la nicotina.

Vuelve adentro, se sienta de nuevo en la barra, toma de nuevo su copa de vino, y termina de beberla toda, dejando en el fondo de la copa poco menos que un trago; seguidamente, pide otra copa, sin mencionar siquiera el tipo de vino, el encargado ya lo supone, y se apresura a servirle, el hombre toma su copa, pero antes de llevarla a la boca, vuelve a apoyarla sobre la mesa y solicita una canción al encargado para justificar el trago que ha de tomarse a continuación; espera el inicio del tema solicitado, escucha las primeras notas, que luego se mezclan con la voz del cantante, y él, a la par lo acompaña, entonando una a una cada estrofa de la canción; aquellos espacios carentes de voz y letra, los toma como pausas para beber de su copa, al finalizar la canción, retoma la conversación con el encargado y pasa así la noche, bebiendo de su copa, sonriendo, cantando, diciendo, escuchando. Continúa ahí hasta tarde, repitiendo las mismas acciones, cada vez más embebido por el vino, por su aroma, su color y su sabor; en un estado innombrable, cerca de la ebriedad pero lejos de ella; en un estado eufórico y agradable. El lugar es enteramente acogedor, es un lugar de disipación y de escape de las cotidianidades, y no en vano, de grata compañía. El encargado es su amigo, éste le aconseja que vuelva cuando quiera, y claro él vuelve en continuas ocasiones, para hacer menester al aroma, al sabor y al color del vino.
Para el hombre, el lugar es una incitación casi precisa al esparcimiento, al placer y al encuentro; el lugar lo acoge y lo detiene ofreciéndole tangos y vino; nada disfruta tanto como la ida al bar los viernes en la noche, solitario, y los sábados, en algunas ocasiones, en compañía. Desde que ingresa en el lugar se refleja en su rostro algo así como una satisfacción esperada; un anhelo de placeres agradables y gratos. Para él, en esa estancia de pocas luces, ubicada en toda la periferia céntrica de la ciudad, rodeada por sillas de madera, mesas de madera, una barra y varios tipos de licor; hay algo más, es la boa quizá, que lo incita a volver.


Por: Natalí Herrera







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