La música suena, los cuerpos se mueven rítmicamente, buscas entre la multitud, cruzas algunas miradas, vas por dos tragos de tequila, pasas entre la gente procurando ese roce de los cuerpos que es tu boleto de salida al viaje de esta noche. Ese corto camino entre la barra del bar y el lugar donde tus amigas te esperan determina el lugar donde vas a terminar la noche: tu cama o la cama de otro. Esperas es momento indicado, probablemente el momento en que a la discoteca no le cabe un cuerpo más, miras detalladamente la ubicación (y los acompañantes) de los posibles compradores de tu boleto y muy lentamente inicias a recorrer ese trayecto a la felicidad o a la frustración. Das una última mirada a tus amigas como esperando su ánimo (y su aprobación) y das el primer paso. Ahí estás caminando hacia la barra del bar y procurando el choque con el acompañante que deseas para tu noche. Pides dos tragos de tequila y esperas que al regreso uno sea para ti y otro termine en la boca que horas más tarde estará en tu boca y, si todo sale como estaba planeado, en todo el resto de tu ansioso cuerpo. Otra vez comienza el recorrido y cuando menos lo piensas ya estás de nuevo al lado de tus amigas que, al igual que tú, se sienten decepcionadas por el fracaso de la misión. Pero el único fracaso no consiste en que el tan esperado “y el otro trago para quién es” no se haya dado, sino en que probablemente esos pasos en busca de un viaje al sexo sean lo más cerca que vas a estar del amor. Si, el amor. Ese maravilloso invento de la modernidad. Ese requerimiento básico para llegar adultez. Ese imaginario colectivo se ha esfumado una vez más.
K Vásquez Guzmán
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