En aquel casillero de ese extraño lugar, que no es lugar porque no se sabe cuál es su ubicación; existía hace varios fines de semana ya, convertidos en largos años; un secreto guardado en lo más profundo de lo que conocemos como fondo de algo.
¡Sí!, pero para poder saber aquel secreto, había que saber primero dentro de qué quedaba ese casillero, y a su vez, qué contenía lo que contenía al casillero; hasta llegar a lo que podría ser el inicio de lo que contenía todo en ese lugar, y también, el inicio de esta historia.
La duda de saber qué había en el casillero, sumada con la duda de saber dónde quedaba, generaba un retraso, no con la investigación, si no con la misma solución de la duda.
Sabemos que el casillero no podría contenerse solo, entonces supondremos (como solemos hacer todos constantemente, solo especular), que éste estaba ubicado en un kiosco, el kiosco en un bar y el bar se llamaba “El edificio”. Existe ya, la ubicación del casillero, aún no existen indicios del secreto.
La cena esperaba que almenos Esteban llegara temprano, porque ya ni Teresa lo esperaba, ni lo deseaba tanto como el tinto que se disponía tomar en aquel bar. Marcela siempre estaba allí, en “el edificio”, igual a como lucía siempre: tan pálida e insípida, como si esperase a alguien que no iba a llegar, que nunca le dijo que llegaría, pero que su subconsciente cada vez rechazaba la idea de no poder esperar a alguien que su sueño le contó que llegaría, pero que nisiquiera esperaba en realidad.
Ni una llamada porque no había teléfono, ni una cerveza porque debía venderlas, le servían como señal a ella para demostrar que sí existía ese alguien que volvería al bar. Sólo su mente tenía la facultad de llenar ese espacio en blanco que sólo le pedía crear, o imaginar; crearlo así viera solo ella, la proyección de lo que su mente podía imaginar.
Si supiera en verdad lo que hay en el fondo más oscuro y sucio, del único casillero que existía en el lugar, se daría cuenta que su visión no es imaginaria totalmente: que bailar alguna vez, alguna noche de luna grande y amarilla, con un frío casi celestial, con un colombo-italiano de acento extraño, tez blanca y cabello oscuro, que le ofrecía algo más que amar; no era nadie más que Josué, el galán de los anillos y las propuestas fantasiosas, que le dejó los tiquetes de su propuesta de felicidad, guardados en el lugar donde ella nunca se habría imaginado buscar…
- María Isabel González Grisales -
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